lunes, 20 de junio de 2011

"El malentendido" de Albert Camus

Roselin R. Espinosa
El existencialismo pudiera ser la postura filosófica más atractiva del siglo XX, más aun cuando su propuesta se filtra de textos filosóficos a literatura y arte que funcionan como tal. Encontramos algunos autores que dan cuenta de ello: el ruso Fiódor Dostoievski, el checo Franz Kafka y los franceses Jean Paul Sartre y Albert Camus, por sólo mencionar los encabezados de la lista. Camus, en concreto, desarrolló la filosofía del absurdo como variante existencialista donde se cuestiona la tendencia –casi natural- del hombre a darle sentido a la vida respecto de sí. Según esta postura, todo esfuerzo humano por encontrar un significado absoluto en el universo está condenado al fracaso pues no existe tal significado; reina el absurdo, el sin sentido.
La dramaturgia es –quizás- el género menos indagado de esta filosofía. Asimismo, El Malentendido de Albert Camus, es una de estas obras dramáticas claves. La pieza fue escrita y estrenada en 1944, dos años después de que su autor publicara El extranjero, que junto a su ensayo El mito de Sísifo son el origen de esta filosofía del absurdo.
En esta ocasión, la historia narrada parte de un hombre que después de veinte años regresa a casa con una identidad anónima y la ilusión de reconciliarse con su familia. Para entonces su madre y su hermana eran criminales que asesinaban a los clientes de su posada para robarles el dinero. A partir de la no identificación del hijo al llegar, surge el malentendido.
El relato es conducido por cinco personajes con distinta grados de moralidad, en este orden: Jan -el hijo-, María -su mujer-, la madre, Martha -la hermana-  y el criado. En el plano real son improbables los extremos éticos pero en la ficción literaria cobran total sentido. Jan y su mujer estarían del lado de la ética donde Jan roza un máximo moral, al ser quien más se cuestiona sus comportamientos y actuar pensando en el otro; frente a ellos se encuentran su hermana y el criado en un extremo amoral marcado por el egoísmo y el nihilismo.
El drama avanza y desciende hacia sentimientos de frustración, culpa, desamparo e ilusión. El hijo espera reivindicar su abandono de tantos años y se debate entre su disposición a permanecer con su familia y la irremediable sensación de no encontrarse en su casa. En esta incertidumbre, es asesinado por su madre y su hermana.
A pesar de mostrarnos en el hijo un personaje bondadoso, reflexivo y optimista, su destino no difiere del de cualquier otro desconocido. Su fe en la reivindicación humana y  las relaciones filiales no valen en un mundo donde prevalece la autorrealización individual. Así, acaba muerto en el Río más cercano, como otro viajero inoportuno.
La esposa intuye la sinrazón del modo en que se dan los hechos pero el amor por su marido le impide pensar con claridad.  Para un personaje en un grado moral donde prima el amor, no se entrevé el absurdo. La madre está vieja y cansada de toda una vida dónde sólo ha sido latente la muerte y el desencanto. La hermana tiene la intensa frustración de no haber realizado jamás ninguna de sus aspiraciones. Desconoce sentimientos como el amor, la esperanza, el dolor o la compasión y carece de creencias, moralidad, o cualquier idea que la relacione con el mundo, más que el desamparo y el caos. Sólo idealiza un lugar donde se resolverían todas sus ilusiones: la playa. Hasta alcanzar este sueño, lleva su individualidad a límites impensables. Finalmente, está el criado con sólo dos intervenciones importantes en la trama pero determinantes: recoge del suelo la documentación de Jan, y al día siguiente de su asesinato la muestra a la madre, revelando su identidad. La segunda de sus intervenciones es también la última de la obra: María cae de rodillas en la estancia al borde de la locura tras enterarse de la muerte de su esposo y comprobar la insensibilidad de su hermana. Es la última víctima del sinsentido y en ese laberinto sin salida se encomienda a Dios y ruega por su ayuda. Sólo encuentra la respuesta del criado que sale a escena, la mira y le dice un rotundo y escalofriante “¡No!”. Así termina la obra.
Basta recordar este final, y reescribir esta palabra, para regresar al desconcierto que produjo su lectura: “¡No!” Es la respuesta final a las plegarias humanas, al último reducto de la esperanza puesta en Dios.
Camus asesina  en las primeras 50 páginas al personaje más sensato, víctima de sus buenas intenciones o -como lo advierte Martha- de su ingenuidad. El motor de María, por otra parte, es el amor, sólo que éste no cuenta en un mundo poblado de orfandad. Amar es aquí un antivalor igual que la religión.
Martha es el foco del absurdo. Es quien conduce al resto de los personajes a su propia encrucijada quizás porque sólo ella tiene aspiraciones claras y se enfrenta a la realidad en tono desafiante y sin prejuicios morales. Odia al hombre en cuanto éste no puede asumir libremente su existencia y sustituye su autorrealización con figuras ilusorias como Dios o la persona amada.
Ante tal provocación plantada por Camus, no cabe la indiferencia: o condenamos a Martha bajo supuestos éticos o la juzgamos atendiendo a su agonía existencial.
La confrontación de esta obra -y en ese sentido coincide con El extranjero- consiste en la actitud del lector ante las decisiones de los personajes. ¿Nos compadecemos de las víctimas o comprendemos al asesino? Ambas obras nos orillan de modo preocupante a simpatizar con el asesino. En El Extranjero, el señor Meursault asesina sin ninguna razón aparente. Aquí Martha asesina a su hermano y acepta su naturaleza amoral sin culpas. El absurdo es presentado al interior de la obra con tal coherencia que nos llegamos a identifica con los motivos del criminal. Además Camus dota a sus asesinos, no obstante sociópatas, de auténticos rasgos de humanidad. Cito a Martha:
Se equivoca, lo humano que hay en mí es conseguir lo que deseo y con tal de conseguir lo que deseo creo que soy capaz de aplastarlo todo a mi paso.
Más allá de los límites entre realidad y ficción, condición de toda lectura, nos cuestionamos ¿Qué nos diferencia de estos personajes? ¿Cómo actuaríamos en su lugar? Camus nos convierte así en asesinos potenciales en un escenario donde los valores y la moral seden paso a la frustración y el absurdo. Del otro lado, nos espera la incertidumbre de encontrarnos en peligro inminente una vez que nuestra vida depende mínimamente de nuestras intenciones y más del tejido azaroso de las relaciones y acciones humanas, ajenas a nuestra voluntad.

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